La gigante pelirroja
Roca Juvenil -
¡Hola a todos! Soy Daniel Ojeda, el autor de Cómeme si te atreves. Quería agradeceros a todos el apoyo y el cariño con el que me estáis tratando tanto a mí como a mis personajes. Por ello he decidido escribir este capítulo sobre el pasado de Gloria. Creo que si tuviese que elegir un personaje que me haga puré el corazón, sería ella. Espero que os guste.
LA GIGANTE PELIRROJA
Existen dos tipos de personas en el mundo: las que se enamoran y las que tienen miedo de hacerlo.
Gloria era la pequeña de tres hermanas. Más pelirroja que Libertad y Claudia, la mano derecha de la primera y la favorita de su padre siempre que los demás no miraban. A veces tenemos miedo a mostrar predilección por una persona en concreto, el mismo que creció en el cuerpo de Gloria a querer a alguien con una F debajo de «sexo» en el DNI. Ella caminaba hacia la escuela con una chaqueta negra para pasar inadvertida, y es que habría teñido su pelo del mismo color. Los ojos al suelo por las burlas debido a la ropa ancha, cuando para ella eran las únicas prendas con las que se sentía cómoda. También le gustaba jugar al baloncesto, pero dejó de hacerlo por las risas y las miradas de sus compañeros de juego al acercarse peligrosamente a la canasta. Gloria no asistía a fiestas, era la grandullona que se sentaba al final del aula y comía hamburguesas los viernes con dos amigos en uno de los pocos bares que había en el pueblo en ese momento. Ahí está su primera tradición. Más tarde ellos dos abandonaron el pueblo y Gloria se quedó sola al terminar el bachillerato, pero seguía caminando hacia aquel bar hiciese frío o estuviese nevando. Decidió que nada podría parar sus tradiciones, si acaso transformarlas en otras, pero nunca podrían terminar. Ni siquiera lo consiguió una mala época económica en casa; su padre escondía un billete todas las mañanas de los viernes bajo el felpudo de la entrada. Le encantaba jugar y a Gloria abrazarle por la espalda antes de que se marchase a trabajar. El lado de la ventana es el que eligen los soñadores y era el de ella; desde allí veía a todas aquellas personas que pasaban y a las que se quedaban. Sofía llegó tarde, cuando Gloria ya había terminado la cena, pero se quedó un rato más. Entre los apuntes de una carrera que terminaría abandonando en busca de la felicidad.
Sofía era la chica de las manos de tinta. Y la gabardina verde. Una intrusa en su mundo. Empezó a frecuentar aquel lugar de viernes a domingo y Gloria se llegó a dar cuenta porque preguntó a la camarera, pero decidió comprobarlo ella misma. Allí estaba el día de la semana al que pocos saben querer y con la mirada sumergida en cartulinas y café. ¿Y sabes qué? Decidió ser valiente y rendir homenaje a todos aquellos que miramos a alguien en el metro y no nos atrevemos. Se sentó cerca y observó en silencio el trabajo de aquella chica que torcía la boca cuando algo no le gustaba y que sonrió la tercera vez que volvió a verla. Fue Sofía la que empezó a contarle que aquello eran postales. Gloria temblaba antes de hablar, pero el día que lo hizo, Sofía se enamoró de ella. Sonaba a la noche más bonita de tu vida, a cuando te quedas traspuesto y después te das cuenta de que aún no ha terminado. Claro, era imposible no besarla.
Por la puerta de atrás y sin que nadie se enterase. La espalda contra la pared y la mochila de Sofía en el suelo. Pero el padre de Gloria ese día olvidó el dinero bajo el felpudo y la camarera nunca había visto a aquella joven escapar como el viento por la salida que daba a los contenedores de basura. Dos mujeres besándose. Qué bonito. Un padre que no logra entenderlo. Qué feo. Imagina un corazón de madera rompiéndose a la velocidad a la que un caracol olvida. Cincuenta segundos. Rápido y doloroso.
«No... puedo...», le dijo su padre numerosas veces durante las semanas siguientes.
Él no quería hablar con Gloria, Claudia reía porque su hermana tenía las mejillas más rojas de lo normal, Libertad se tumbaba con ella en la cama mientras lloraba y su madre fue quien le contó el secreto de las tartas de manzana. Amasaba y amasaba. Pero nada.
La única que fue capaz de tranquilizarla fue Sofía, de nuevo cerca de una taza de café y pintando una postal de París. Le contó que su familia estaba lejos y que les mandaba postales dibujadas por ella de todos los lugares que había visitado. Era una forma de estar con ellos y odiaba las fotos frías que muchas veces adornaban una postal. «La tinta detalla mucho más lo que siento al ver un lugar que me ha gustado», decía... Esta fue la última vez que se vieron, pero la habitación del hotel en la que se hospedaba Sofía fue testigo de la muerte de una Gloria que por unos momentos no pensó en nadie más. Y mientras bajaba las escaleras, cuando tocó despedirse se giró intentando atrapar a Sofía en su mente, abrazada a una bata y con lágrimas bajo la nariz. Triste porque la gigante pelirroja había rechazado conocer otros lugares lejos de ese pueblo en la sierra.
«¿Acaso... acaso tengo que dejar de amar por el miedo a perder el amor de otros?»
Nadie la oía susurrar esa frase de camino a casa, solamente ella misma. Y Libertad, cerca de su oído, cuando se lanzó a sus brazos en las escaleras en las que abrazaría a su sobrina numerosas veces años después. Y le prometería que a ella no le dejaría cometer esa estupidez. O la de no contestar a las postales de Sofía desde Canadá, Pekín o Indiana. Gloria abrió una panadería cerca de casa pensando que era la mejor forma de espantar a la tristeza y que allí podría ser feliz, pero aún sigue esperando la siguiente postal o el día en el que una sonrisa pueda apagar todo lo que dejó una vez sin saber que cada uno de nosotros debemos saltar por el amor que merecemos.